Tomado del Capítulo: “De los libros y hojas sueltas”.
Una tarde pasaba por la calle de una de las ciudades más grandes de España. Se
me acercó un Niño a besarme la mano, y me pidió una estampa y se la di. Al día
siguiente fui muy temprano a celebrar Misa en la Iglesia que acostumbraba y
ponerme luego en el confesionario, porque siempre tenía mucha gente que me
esperaba. Al concluir la misa me hinqué en el presbiterio para dar gracias. Al
cabo de un rato se me acercó un hombre alto, gordo, con largos bigotes y
poblada barba, con la capa que tenía tan ajustada en las manos, que no se le
veía más que la nariz y la frente; los ojos tenía cerrados y lo demás de la
cara estaba cubierto del pelo de las patillas, bigotes y barba, y además con el
cuello de la capa, que también era peludo y alto; y con una voz trémula y ronca
me dice si le haré el favor de oírle (en) confesión. Le contesté que sí, que
entrase en la sacristía, que luego iba en acabando de dar gracias. Si bien en
el confesionario ya había otros hombres y mujeres que esperaban para lo mismo,
pero creí que a éste le debía oír separadamente de los demás, porque su aspecto
me reveló que así convenía, y en efecto fue así. Entré en la sacristía, en que
no había nadie sino aquel Señor, y aun le conduje a un lugar más retirado.
Yo
me senté, él se hincó y empieza a (llorar) tan sin consuelo, que no sabía qué
más decirle para acallarle. Le hice varias preguntas para saber la causa, y
finalmente, entre lágrimas, suspiros y sollozos, me contestó: Padre, V. ayer tarde pasó por mi calle, y,
al pasar frente a la puerta de la casa en que yo estoy, salió un Niño a besarle
la mano, le pidió una estampa y V. se la dio. El Niño vino muy contento, y,
después de haberla tenido un rato, la dejó encima de la mesa y se fue a la
calle con otros niños a jugar. Yo quedé solo en casa, y, picado de la
curiosidad y pasar el tiempo, cogí la estampa y la leí; pero ¡hay Padre mío!,
yo no puedo explicar lo que sentí en aquel momento; cada palabra era para mí un
dardo que se clavaba en mi corazón; resolví confesarme y pensé: ya que Dios se
había valido de él para hacerte entrar en verdadero conocimiento, con él irás a
confesarte. Toda la noche la he pasado llorando y examinando mi conciencia, y ahora
me tiene aquí para confesarme, Padre. Soy un grande pecador; tengo cincuenta
años, y desde niño que no me he confesado y he sido comandante de gente muy
mala. Padre, ¿habrá perdón para mí? –Sí, señor, sí; ánimo, confianza en la
bondad y misericordia de Dios. El buen (Dios) le ha llamado para salvarle, y V.
ha hecho muy bien en no endurecer su corazón y en poner luego por obra la
resolución de hacer una buena confesión. – Se confesó, le absolví y quedó muy
contento y tan alegre, que no acertaba a expresarse.